Ya
sé, ya sé, tengo un poco abandonado el blog. Lo que pasa es que he tenido
muchos proyectos últimamente y me he sumergido en varias cosas, tantas que
ahora lo resiento porque quiero escribir mis propias cosas y tengo poco tiempo
para ello. En todo caso trataré de volver a la rutina de subir cuando menos una
entrada cada semana, ¡que no se pierdan las buenas costumbres!
La
historia que nos pintaron: los niños héroes
Por Casandra Ruiz
Sabemos
que el drama épico se creó realmente a pedido del gobierno de Miguel Alemán. La
anécdota es la siguiente: En 1947 el presidente norteamericano, Harry Truman,
hizo una visita oficial a nuestro país para conmemorar los 100 años de Intervención
estadounidense y, como muestra de “amistad” que seguramente le cayó en la punta
del pie a cualquier mexicano pensante, colocó unas flores en el antiguo
monumento a los Niños Héroes en Chapultepec y dijo que “un siglo de rencores se
borra con un minuto de silencio”, ja. Muchos, al ver la escena, se dejaron
llevar por la línea sensiblera del nacionalismo (Twitter lo hubiera hecho TT en
dos segundos), lo que desató el repudio hacia el presidente invitado y toda su
gente e incluso se supo que cuando anocheció, algunos cadetes del Colegio Militar
quitaron las flores y las tiraron frente a la embajada gringa.
Para
calmar el rollo y darles su Dalay mediático, el gobierno decidió usar/hacer la
historia a modo. Tiempo después de la visita del presidente Truman, se dio a
conocer que durante las excavaciones al pie del cerro de Chapultepec se
encontraron seis calaveras que pertenecían a los Niños Héroes. La
autentificación de los cráneos se llevó a cabo por el Instituto Nacional de
Antropología e Historia (INAH, que por cierto también acreditó el teleférico de
Moreno Valle en Puebla, que permitió daños severos a estructuras del Tajín –como
el juego de pelota– al permitir los primeros festejos de Cumbre Tajín mero en
la zona arqueológica, y que ha sistemáticamente extraído la riqueza del país –recordemos
por ejemplo cómo se fueron perdiendo en Veracruz las famosas “Joyas del
Pescador”, de las cuales sólo quedan unas cuantas que están exhibidas en el
museo del Baluarte de Santiago). En todo caso, el INAH de ese entonces no tuvo
los gumaros de contradecir al señor Presidente (¿y quién sí?), quien avaló el
hallazgo con un decreto, explicando que indudablemente eran los restos de esos
héroes.
Con
todo lo ridículo que fuera que los seis cráneos encontrados juntitos bajo
tierra fueran de los proclamados Niños Héroes (alguien los buscó entre los
cadáveres, les quitó la cabeza y los enterró), el pueblo lo aceptó y los seis
se transformaron en leyenda.
El
cuento de esos bastiones de la Patria comienza con un país bajo ataque. Varios
grupos bajo las órdenes de Santa Anna se habían fortificado alrededor del cerro
de Chapultepec mientras que el enemigo tomaba como base Tacubaya y de paso se
echaba a los “san patricios”. El día 12
de septiembre se bombardeó el Castillo y el 13 la infantería llegó por el sur,
tomando por asalto el lugar rumbo a Ciudad de México. Los seis cadetes y un
palmo de la guarnición de la Academia, detuvieron durante dos días al ejército
estadounidense antes de perecer trágicamente, en donde el acto más sublime, realizado
por el cadete Juan Escutia, fue envolverse en el lábaro patrio y lanzarse desde
las almenas del Castillo con tal de que el enemigo no tocara nuestro sagrado
estandarte. La tragedia de la derrota no empañó en lo más mínimo la elocuencia
del sacrificio de éstos jóvenes que prefirieron la muerte a la entrega. Bueno,
eso dice el cuento.
Se
dice también que el 13 de septiembre se celebra el día de las dos mentiras,
porque los niños ni eran niños ni eran héroes. Esto tampoco es tan certero. No
voy a discutir su nivel de heroísmo, aunque acepto que se necesita mucho valor
para tomar un arma y lanzarte a guerrear, pero si acepto que no eran niños, los
menores eran, cuando menos, ya adolescentes, además de que en aquellos tiempos
se hacían “hombres” a una edad más temprana. Francisco Márquez y Vicente Suárez
tenían 14, Agustín Melgar y Montes de Oca tenían 18, Juan de la Barrera 19 y
Juan Escutia 20 años.
Cosas
ciertas que se pueden decir es que, en su calidad de cadetes, no tenían la
obligación de quedarse ahí con escasas provisiones, pero decidieron hacerlo
voluntariamente (o a lo mejor dijeron “mariquita el que se vaya”, qué se yo), y
con pertrechos militares aguantaron lo que pudieron bajo la artillería enemiga.
Sin embargo, los que romantizan el momento diciendo que sólo hubo unos cuantos
hombres en la batalla deberían contar mejor. Había cerca cincuenta en el
Colegio, aparte de más de 800 soldados mexicanos apoyados por el batallón de San
Blas, con 400 más. Al finalizar, y en cifras, se puede ver la magnitud del
golpe: poco menos de 400 soldados desertaron, 600 murieron y, de los cadetes,
seis perdieron la vida. Y todo contra las columnas de los generales Pillow,
Quitman y Worth. Al batallón de San Blas y su comandante, el coronel Santiago
Felipe Xicoténcatl, los hicieron polvo, y aunque el general Mariano Monterde,
director del Colegio Militar, estuvo coordinando a sus poco más de 50
estudiantes, la batalla apenas si duró dos horas, y no los dos días que cuentan
las loas. A las 10 de la mañana los extranjeros se habían hecho con el
Castillo.
El momento más épico alrededor de esta historia ocurre cuando Juan
Escutia se da en la madre para que los gringos no agarren la bandera. Primero,
Escutia ya no era un cadete, que no es un dato importante pero sí es una imprecisión
en la que la historia ha caído. Segundo, él no murió suicidándose ni estaba
envuelto en la bandera, murió a tiros junto con Francisco Márquez y Fernando
Montes de Oca cuando trataban de replegarse hacia el jardín botánico. La
bandera mexicana de hecho sí fue tomada por los estadounidenses y no regresaría
sino hasta el sexenio de José López Portillo, más de 100 años después. El mito
de la bandera es interesante porque revela cómo se puede manipular la historia
para volverla un canto épico. El 8 de septiembre, en la tremenda batalla de
Molino del Rey, el capitán Margarito (jajajajajaja) Zuazo, miembro del batallón
Mina, fue de los últimos en caer. Con la bandera del batallón logró llegar al
edificio principal, allí se la enredó en el cuerpo, debajo de sus ropas, y
regresó al combate. Aunque quedó deshecho, pudo salvaguardar la bandera. Esto
no lo encuentran en la historia “oficial”, ni porque Guillermo Prieto escriba
sobre él, ya que no convenía que se supiera para poder usarla en la conmovedora
historia del niño soldado.
El
sistema político mexicano manipula la historia y le niega la entrada a grandes
hombres de grandes hazañas. Hoy se sabe que los seis cadetes no fueron los
únicos en tomar las armas para defender México, ni siquiera para defender el
Castillo. Había particularmente uno que sobrevivió, se volvió tremendo
exponente del partido conservador y, a los 27 años, se volvió
Presidencialísimo, aunque pobre Miguel Miramón, era una cosita de la fregada y
no le fue nada bien, con decirles que un pelotón lo fusiló un martes de 1867 a
las siete de la mañana… está bien que sea horario de clases pero es horrible
que te despierten a esa hora sólo para morir.
Hay
mucha gente que dice que buscar la desmitificación de los héroes nacionales
facilita la llegada de héroes de otros lares y por tanto las invasiones
culturales, pero creo que es gente que no entiende que nosotros estamos hechos
de una invasión total y que, esta reconstrucción de hechos, anima a seguir
investigando y conocer más sobre la verdadera historia de nuestro país, lejos
de la marcada línea que nos imponen los gobernantes. Esa frase de que “el que
no aprende de la historia está condenado a repetirla” ciertamente está muy
dicha, pero es por algo que se dice tanto, o eso pienso yo.
Para
1952 se terminó el Altar a la Patria, ya saben, entrando por la Puerta de
Leones, y ahí se depositaron los restos óseos de seis personas de las que nunca
se comprobó NADA.
:]
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