GABO Y SU SOLEDAD
Casandra Ruiz Caro
Allá por el año XXXX, cuando pasaba por el
curso de Literatura II en la prepa, la maestra nos obligó (sin miramiento
alguno) a que leyese una novela de un tal Gabriel García Márquez, para el
trabajo final. Sin interés alguno dije a
la maestra que ni siquiera sabía qué leer de él. ¡Oh! Grave error. Empezó a
darme títulos y más títulos, tantos que los olvidé momentos después. Sin
embargo, al buscar libros de él en Internet, me di cuenta de que el que se
repetía una y otra vez era uno llamado Cien
años de soledad. En seguida me puse a divagar (como siempre, dirán quienes
me conocen) sobre el titulo, me puse a pensar lo aburrida que seria esa novela pues
encontrarse con la soledad durante un siglo tendría que ser, por mi lógica
simple, fastidioso. En todo caso, extorsioné a mis santos progenitores para que
me compraran el libro y, a casi nueve años de haberlo leído, sigo pensando que
es la sacada de dinero más interesante que les he hecho a mis padres. Cuando
uno se adentra en las historias de García Márquez, une la forma con la anécdota
y logra una catarsis completa.
Márquez tiene el gran poder de hacernos sentir el
calor de sus obras (que de hecho están llenas de un calor canicular), que se
contrasta con las terribles lluvias, como vemos en el ambiente en el que vive
el coronel (ese que no tiene quién le escriba), que en alguna ocasión menciona
sentir hasta los huesos húmedos, y como ese diluvio que azotó los últimos años
de Macondo y que tanto recordamos. Por supuesto, el autor nos muestra el calor
que él conoce de su tierra natal, y éste se repite a lo largo de muchos de sus
trabajos; empero, el calor también está ahí como un recordatorio de que, aunque
la mayoría de las veces todo parezca tranquilo, los ánimos rápidamente se
calientan y en cuestión de segundos todo cambia. A pesar de esto, ni el calor
ni la lluvia son los verdaderos malhechores, eso Márquez se lo deja al viento.
El viento es el paso del aire, el paso del tiempo,
que sopla siempre sin detenerse y nada perdona, pero cierra toda herida. Es el
que marca el destino de Eréndira, el que siente el coronel con sus setenta y
cinco años al final de su novela, un viento de tierra, como la “Tramontana”, un
viento espeso y oscuro, un viento húmedo, como el que siente Isabel, viendo
llover en Macondo; un viento apagado, un viento desolador; el viento que nos
trajo aquí y que tarde o temprano nos llevará. El viento, el tiempo, el fin; he
aquí el verdadero temor de todos los personajes de Gabo, el de su fin, el de el
momento en que él dejará de escribirlos, Y quién sabe, tal vez fuese el miedo
del propio autor al contemplar el final de su mundo, el viento desgarrando su
creación, reflejándose la destrucción de su ciudad de espejos y espejismos, del
lugar que fue muy suyo y que ahora termina: de Macondo. Este lugar, que abre y
cierra como en un ensueño del que es difícil despertar, que inicia con muerte y
acaba con muerte, recuerda esa voz popular que dice: “Quien mal empieza, mal
termina”.
Gabriel García Márquez ha partido, ha dejado la
soledad de este mundo, su propio vendaval, que comenzaría desde hace
veinticinco años, lo ha arrebatado de nuestro mundo imaginario; sin embargo, nos
deja en su novela más conocida la oportunidad de reflexionar, de pensar en qué
estamos haciendo bien y qué estamos haciendo mal; porque, como escribe: “las estirpes condenadas a cien años de
soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Fantasmas, locos,
levitaciones, ascensiones en cuerpo y alma, belleza y fealdad, alquimia,
diluvios, insomnios, profecías y, sobre todo, más de cien años, porque Gabriel
García Márquez se ha ganado, con honores, su trascendencia. ¡Tu nombre podrá desvanecerse, pero tu obra será eterna!
¡Hasta siempre, Gabo!
T_T
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